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Desde la Antigüedad perdura la idea del historiador como espectador del pasado, cuya visión de mundos desaparecidos a través del estudio de las ruinas, fragmentos y lecturas de libros o documentos rescatados es la labor que lo define. El historiador hoy lo hace ya bajo la forma de la melancolía, como un espectador distante que escribe un texto para la reflexión del lector bajo el paradigma de la contingencia; su labor consiste en ofrecer reconstrucciones del pasado de modo libre para lectores libres. La historia ya no es el gran discurso que integra a la sociedad y el Estado y el núcleo duro de la ideología, pues las tramas cognitivas –económicas, jurídicas, técnicas, militares– crean un sistema de información propio, ante el que la reflexión histórica puede ofrecer un contrapunto crítico, no necesariamente articulado en un discurso integral
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